Bukowski y el rock: hijo de Satanás
En el decimoséptimo aniversario de su fallecimiento, repasamos la relación entre el mundo de la música y el viejo más indecente de la literatura
"No son las grandes cosas las que mandan a un hombre al manicomio. La muerte para la que está listo, o el asesinato, el incesto, un robo, un incendio, una inundación. No: es la continua serie de pequeñas tragedias lo que manda a un hombre al manicomio". En este pasaje de su poema
The Shoelace, Henry Charles Bukowski planta bandera: que algún otro le escriba a las catástrofes, a las calamidades épicas, a las anormalidades bestiales. Lo suyo es la piedra en el zapato, el ventilador que chilla, el colectivo que se fue justo cuando doblaste en la esquina: las ínfimas delicias de una vida hija de puta.
De eso se ocupaba este hombre que se fue hace exactamente 17 años. Le ganó la leucemia pero no el alcohol, en una última tocada de culo a los médicos que le pronosticaron un seguro espiche si tomaba otro trago cuando rondaba los treinta (duró cuatro décadas y miles de botellas más). Marginal por elección, Hank se paraba en el rincón opuesto a la opulencia que caracteriza al rock, y pese a esto supo ganarse el favor de músicos de todo el mundo y todas las épocas, seducidos por un espíritu que se enfrentaba a las convenciones con la más profunda autenticidad y sin hacer un culto de ello. La banda de sonido de la vida de Bukowski incluía a Beethoven, Bach, Handel, Haydn, Mozart, Mahler, Brahms y Shostakovich, es decir, gente no muy afecta a la guitarra eléctrica. Pero, a su pesar, pocos escritores representaron al rock mejor que él.
Empezando nada menos que por
su epitafio: un "don't try" equiparable al "no future" del punk inglés, representativo de su nihilismo y su cinismo. La idea es provocar mientras se desanda el camino del disfrute, porque... ¿qué más queda? "Si a tus padres les gusta tu trabajo, vas mal. Si la policía está cerca, algo bueno está pasando. Lo que necesitas es vivir, tu trabajo tiene que estar vivo: escribí, tomá y cog*", aconsejó alguna vez, no poniéndole fichas a la autodestrucción imbécil sino subordinando los excesos a una expansión de la conciencia destinada a escapar de la vida chata de su tan aborrecido
"hombre promedio" (similar al planteo de William Blake que tanto gustaba de repetir Jim Morrison) y, al fin, a crear obras que salgan de la media y ayuden a otros a recorrer la misma senda.
"Cuando manejo me la paso golpeando la radio para encontrar música decente. Es toda mala, chata, sin vida, apática. Y de todos modos algunas de esas composiciones venden millones y sus creadores se consideran a sí mismos verdaderos artistas. Son idioteces horribles entrando a las cabezas jóvenes. Y les gusta, por Dios. Les das mierda: comen mierda. ¿Pueden discernir? ¿Pueden oír? ¿Pueden sentir el estancamiento?", dijo, enrostrándole su crimen a creadores mediocres y consumidores perezosos al mismo tiempo. Infalible para detectar lo fingido (e incapaz de tolerarlo), nunca tuvo una relación demasiado estrecha con la música popular, aún cuando los músicos que lo idolatran se cuentan de a miles. La representación de su Estados Unidos gris, noctámbulo y perdedor tiene su exacta correspondencia en la obra de Tom Waits, especialmente en sus discos de los 70. Varios le dedicaron canciones: Modest Mouse le regaló "Bukowski" (una denuncia contra los poetas malditos de gabinete que se sienten la reencarnación de Hank por tomar vino e insultar mujeres), U2 hizo lo propio con "Dirty Day" de
Zooropa, los Red Hot Chili Peppers lo nombran en "Mellowship Slinky In B Major" y, más acá, Fito Páez basó su "Polaroid de locura ordinaria" en
La chica más guapa de la ciudad, uno de sus mejores cuentos. Venerado por artistas que sueñan con su coraje en un contexto de pretensiones ubicuas, Hank sintetiza, en definitiva, todo lo que el rock debió hacer antes de sucumbir a la tentación del brillo: negarse a las imposiciones, descreer de las poses y tomar un buen trago de vino de tanto en tanto.
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