Con la excusa de desandar todo lo mucho que hizo el peronismo menemista en la década pasada a favor de engrosar y dar generoso poder a grandes holdings de comunicación (fenómeno que profundizó Néstor Kirchner en 2005, con la prórroga de las licencias de los canales de TV y de las radios, y en 2007, al dar luz verde a la fusión de CableVisión y Multicanal), ahora la presidenta Cristina Kirchner alienta un desguace mayúsculo en contra de esos mismos grupos, en busca de reemplazarlos por innumerables medios pequeños más débiles y manejables.
No sólo eso: como la ley de radiodifusión en ciernes obligará a los multimedios a deshacerse en el término de un año de cantidades de licencias, inevitablemente surgirán nuevos conglomerados audiovisuales más afines al Gobierno y con poder económico, listos para cooptar a esos náufragos, loteados al mejor postor.
La maniobra se parece bastante a la que llevó adelante, entre fines de los años 40 y principios de los 50, el primer peronismo (no el de Menem ni el de los Kirchner, sino el auténtico de Perón y Evita), que en pocos años armó un colosal holding estatal de medios de comunicación.
En un movimiento de pinzas sin fisuras, la mayoría de los dueños de los diarios y radios del país fueron obligados a vender sus empresas. A los más dóciles se los premiaba con un perverso lauro: a cambio de perder su condición de propietarios se les concedía convertirse en obedientes funcionarios a cargo de sus ex compañías. Servía a los fines del disimulo: las compras eran bajo cuerda, no se publicaban en el Boletín Oficial y se pagaban con dineros provistos sin desmayos por el "mago de las finanzas" Miguel Miranda desde el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI). Así lo hizo Jaime Yankelevich, pope de Radio Belgrano, que, además, puso a los pies de la poderosa pareja presidencial un por entonces muy novedoso medio de comunicación: la televisión.
"Alea iacta est" ("la suerte está echada"), habría dicho Julio César cuando estaba por cruzar el río Rubicón para ir contra Pompeyo. Inspirados en ese afán triunfalista del más célebre emperador romano, los peronistas de la primera hora fundaron Alea SA, un gigantesco monopolio estatal que funcionaba en un edificio de 43 pisos, donde se editaban cantidades de periódicos, revistas y folletería afines al Gobierno. Carlos Aloé, su máximo director, lo explicó a la revista Primera Plana años después, con palabras que hoy suenan familiares: "Nosotros no usábamos dinero del Estado, al contrario, las empresas daban ganancias". En su despacho había un retrato gigante del general Perón con la siguiente leyenda: "Empresas periodísticas radiales e informativas".
A los que no vendían rápido se los martirizaba con inspecciones sorpresa de la nefasta Comisión Bicameral Investigadora de Actividades Antiargentinas, que comandaba el diputado José Emilio Visca, que aplicaba multas y clausuras si los sanitarios no funcionaban bien y los libros contables no estaban en orden.
Tras promulgar una ley sobre la Organización de los Servicios de Radiodifusión, en 1953, el gobierno peronista armó cuatro redes, una estatal y otras tres supuestamente privadas (la Red A incluía a la editorial Haynes; la Red B fue otorgada a la Asociación Promotores de Telerradiodifusión -APT-, en tanto que la Red C abarcaba a La Razón editorial, emisora, financiera y comercial). Aloé controlaba Haynes y La Razón ; Jorge Antonio manejaba la APT. Todo quedaba entre amigos.
Como a La Prensa no pudieron doblegarla, optaron por confiscarla para entregársela a la CGT, tras humillarla repetidamente por la entonces Radio del Estado y los demás medios acólitos y conversos.
Tras su violenta estatización (revertida en 1955, cuando fue devuelta a sus legítimos dueños), los avisos clasificados que reunía en cantidad en sus páginas empezaron a emigrar hacia un pequeño y novel tabloide, que había nacido apenas un par de años atrás, llamado Clarín .
Pablo Sirvén
LA NACION