Un hallazazgo del periodismo. Buscando una frase enganche esta nota de Gente, sobre el criminal de guerra Walter Kutschmann y como funciona el periodismo de investigacion
Kutschmann, y las peripecias que costó atraparlo en nuestro país. Una nota que recorrió el mundo.
Buenos Aires, viernes 27 de junio de 1975, siete de la mañana. Mientras hablamos alrededor de una vieja mesa de redacción, en la oficina del jefe de la Policía Federal hay pruebas concretas de que el ciudadano Pedro Ricardo Olmo, súbdito argentino, es el criminal de guerra Walter Kutschmann, llamado El carnicero de Riga. Nacido en Dresden el 24 de abril de 1914. Miembro del partido nazi número 7.475.729, y oficial SS NR 404.651. Acusado, entre otros cargos, de fusilar a 38 civiles polacos (20 profesores universitarios y sus familias) en las colinas de Wulencka, Ucrania, el 28 de abril de 1941: su primera misión, su bluttorden (bautismo de sangre). Hizo fusilar también a los dos ucranianos que cavaron la fosa, para que no quedaran testigos. Luego lo destinaron a la Sección de Asuntos Judíos de la Gestapo en Tarnopol, y jefe de la Gestapo en Brzezany. Hacia el final de la guerra huyó a Francia, y en la víspera del derrumbe del Tercer Reich, escapó primero a España y más tarde a la Argentina. Era un desertor, pero la organización Odessa nunca lo supo, de modo que en lugar de la condena o el desprecio, le entregó documentos falsos y bastante dinero. Odessa, cuyo jefe visible y confeso en América del Sur es el nazi Klaus Altmann (nombre de guerra, Barbie).
Convertido en Pedro Ricardo Olmo, llegó a Buenos Aires en 1947 y trabajó años en un escritorio del segundo piso de Bernardo de Irigoyen 330: empresa Osram, sección Compras, ocupado en precios de lámparas eléctricas, filamentos de tungsteno y cajas de cartón. Los porteros y ascensoristas lo recuerdan como “un hombre que jamás saludaba, orgulloso y poco amable, que todos los días llegaba puntualmente y se iba puntualmente zambulléndose en la boca del subterráneo…”. Además, en los 28 años siguientes, se vinculó con círculos culturales de la comunidad israelita. Un disfraz casi perfecto.
SABADO 28 DE JUNIO. Fue la última vez que lo vieron. Llegó temprano a su oficina, acompañado por cinco hombres que hablaban con fuerte acento alemán, admitió que era Walter Kutschmann, negó ser criminal de guerra, y desapareció. Destino probable: Paraguay.
DOMINGO 29 DE JUNIO. Un día en blanco. Ninguna noticia nueva desde Viena. Ni rastros de Kutschmann en la ciudad. Una versión asegura que estuvo detenido, pero la Policía Federal no lo niega ni lo confirma. La empresa Osram se aferra a su primera (y única) información: “El señor Pedro Ricardo Olmo fue licenciado hasta que se aclare su situación”. Desde Viena, Simón Wiesenthal asegura que “Walter Kutschmann le confesó a Harry Dauttor, gerente de la filial Buenos Aires de Osram, que era alemán, pero negó ser responsable de los crímenes de guerra”.
MIERCOLES 2 DE JULIO. Intentó tres comunicaciones telefónicas con el Centro de Documentación Judía y su jefe, Simón Wiesenthal. Nada. No es posible dar con él. Tampoco da resultado una larga conversación telefónica con la embajada israelí en Viena. En Buenos Aires, entretanto, el encargado de la cochera del edificio donde funciona Osram declara, mientras mira la fotografía de Kutschmann:
“No. Nunca en mi vida lo vi. Que yo recuerde, no guardaba un coche aquí. Pero el personal directivo los guarda en el tercer subsuelo, y baja directamente por el ascensor. Es imposible verlos”.
JUEVES 3 DE JULIO. La casa está en el barrio de Belgrano R. Es grande, gris, maciza. Está vacía. Aquí vivió, hace un tiempo, Olmo-Kutschmann. Los vecinos lo recuerdan como “un hombre impenetrable. Siempre vestido de traje oscuro. A veces, con saco azul y pantalón gris. Salía muy temprano, casi siempre a pie, y volvía bastante tarde. Nunca saludaba. Jamás logramos cambiar una palabra con él ni con su mujer. Recibía pocas visitas. No sabemos si compró la casa, o la alquilaba. Vivió allí durante dos años, más o menos…”.
A lo largo de sus 28 años en la Argentina, Kutschmann cambió varias veces de casa, y jamás vivió mucho tiempo en la misma zona. En sus tarjetas no figuraba su dirección particular. Su nombre no estaba en la guía telefónica. Fue, siempre, un hombre sin huellas.
SEIS MESES DESPUES. Todos los caminos hacia Walter Kutschmann se me habían cerrado. Tanto que, ante la estéril búsqueda, relevé a los cronistas, agotados a fuerza de golpear puertas que no se abrieron y de recorrer en vano oficinas policiales y judiciales. Sólo conseguimos un dato nuevo: Pedro Ricardo Olmo era el nombre de un religioso español ya muerto. Una treta de Odessa. Sin embargo, seis meses después, hacia el final de una sofocante tarde de jueves –treinta y cinco grados a la sombra– y mientras cerraba mi oficina, recibí una visita inesperada. Desde la recepción me informaron que “un hombre quiere verlo, pero se negó a dar su nombre. ¿Va a recibirlo?”. Estuve a punto de decir que no. Entre otras cosas, porque era 1975, el terrorismo estaba en auge, y la amenaza o el disparo podían llegar desde cualquiera de los dos frentes: guerrilla o Triple A. Pero corrí el riesgo:
–Está bien, que suba al tercer piso.
El EXTRAÑO VISITANTE. Lo recibí en el hall del tercer piso, inundado por la cruda luz de verano apenas moderada por la antigua claraboya de vitraux del centenario edificio de Atlántida. Nos saludamos. El hombre tenía unos 35 años, era magro, y vestía un traje claro de perfecto corte.
–¿Quién es usted?
–Soy un industrial textil de Junín.
–¿Su nombre?
–No importa. Pero tengo una información que puede interesarle.
–¿De qué tipo?
–Criminales nazis: un tema del que usted viene ocupándose hace tiempo. He leído sus notas.
–Dígame.
–Puedo ayudarlo a encontrar a Walter Kutschmann.
–¿Cómo?
–Con algunas pistas.
–¿Pistas seguras?
–Muy seguras, sí…
–¿Qué interés especial tiene en que encuentre a Kutschmann?
–Me reservo la respuesta. Compréndame.
–Bien. Deme los datos, y veremos qué pasa.
–Pero no quiero regalar esa información: quiero venderla.
–No estoy autorizado para pagar información. Tengo que consultarlo con mi jefe, pero ya se fue. Además, antes necesito saber algo concreto: no podemos pagar en el aire.
–Comprendo. Pero la suma que quiero no es mucha. Creo que no necesita consultar a nadie.
–¿Cuánto quiere?
–Un peso.
–No estoy para bromas. No me haga perder el tiempo.
–No es una broma. Quiero un peso, un peso moneda nacional.
Metí la mano en el bolsillo y saqué un peso.
–Tome. Lo escucho.
–No, no… Quiero cobrar ese peso con una operación formal. En la caja, y con recibo. Bajamos a la caja, que estaba a punto de cerrar. Le expliqué el caso al cajero; que, asombrado, concretó la operación. Ni siquiera leí el nombre al pie del recibo, porque sin duda era falso. Volvimos al tercer piso.
–Espero los datos.
–Lo va a encontrar en Miramar. Vive allí. Tiene un Mercedes Benz gris del año cincuenta. Es el único que hay en Miramar. Su departamento está en un edificio pegado al mar. Vaya pronto, y que tenga suerte.
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Me dio la mano y no esperó el ascensor; bajó, a saltos, por la escalera. Un peso. Un criminal nazi vendido por un peso. Borges no escribió ese cuento, pero lo hubiera celebrado.
CARA A CARA. Esa tarde metí cuatro trapos en una trajinada valija, lo llamé a Ricardo Alfieri (hijo), excepcional fotógrafo, y trepamos a un tren hacia Mar del Plata. Llegamos a Miramar a medianoche, recorrimos las calles mojadas y oscuras hasta encontrar “el edificio pegado al mar”, y nos alojamos en un hotelito de esa misma cuadra sin denunciar nuestra profesión en la ficha de ingreso. El hotelero se rascó la cabeza, perplejo, cuando nos vio salir, con aire de despreocupados veraneantes, a las siete de la mañana. Ese “queremos aprovechar la playa desde temprano” que le solté no sonó muy real, pero no se me ocurrió nada mejor. Afuera, sol, viento, y a pesar de enero, frío. Nos instalamos en la explanada que baja a la playa y esperamos.
Las siete y media, las ocho, las nueve, las diez. Una mujer, inquieta y nerviosa, pasó tres veces delante nuestro. Las dos primeras, en bicicleta y con un ancho vestido azul; la última, en auto y con un vestido verde. No había duda: sospechaba de nosotros. Empezaron a mirarnos desde todas las ventanas. Alfieri ocultó su teleobjetivo de 300 milímetros. Con olor a fracaso, levantamos la guardia. Hablamos, lo más sutilmente posible, con dos o tres vecinos. Sí, Pedro Ricardo Olmo vivía allí. Dueño de un departamento en el tercer piso, hacía quince años que pasaba aquí el verano junto a su mujer, norteamericana. “Un hombre serio, amable, tranquilo”, dijeron. Rutina: levantarse temprano, salir de compras, volver del supermercado, caminar un largo rato por la playa, reunirse con un grupo de alemanes amigos, acostarse temprano. El resto fue casi fácil. Unos minutos después de las once de la mañana llegó en su viejo Mercedes, bajó con una bolsa de feria en la mano, y mientras buscaba la llave de la puerta de entrada al edificio, el motor de la cámara de Alfieri emitió siete tenues chillidos. Walter Kutschman-Pedro Ricardo Olmo quedó capturado siete veces, por primera vez en décadas, en una tira de celuloide. El fantasma volvió a tener cara.
Salí del taxi donde nos habíamos ocultado, caminé hacia él, y a sus espaldas le grité su nombre:
–¡Kutschmann!
Saltó como si hubiera pisado una serpiente.
–¿¡Quién es usted!? No soy ese hombre. Soy Pedro Ricardo Olmo. ¿¡Quién es usted!?
Me identifiqué. Me miró con amargura.
–Usted, usted es el hombre que destruyó mi vida con las dos notas que publicó…
–Perdón. No destruí su vida. Escribí una historia, igual que otros periodistas.
–Sí. Pero usted usó las palabras de un modo… especial.
–No. En todo caso, las palabras fueron dictadas por Simón Wiesenthal, y por usted mismo.
–¡Claro! Ustedes publican todo lo que dice ese señor. Todas sus mentiras. Todos los ardides que usa para conseguir dinero.
–Kutschmann, pasé seis meses de mi vida buscándolo, y ahora le pido una entrevista. Le doy una chance. Si no es un criminal de guerra, defiéndase.
–No puedo hablar. Recién en marzo estaré en condiciones de asumir mi defensa.
–Para mí, marzo es la eternidad.
–Todavía me faltan pruebas, y mis asesores legales no quieren que haga declaraciones hasta que las tenga.
–Entonces tendré que usar otra vez la versión de Wiesenthal, pero reforzada, porque ahora tengo sus fotos, su dirección, y la chapa de su auto.
–Haga lo que quiera. Pero si publica algo, me entrega a mis asesinos.
–¿Usted cree que sus asesinos, si existen, ignoran su paradero? No sea ingenuo. Si lo encontré yo, un periodista, más fácil les será a los que quieren matarlo.
–De cualquier manera, soy un hombre muerto. Cada día que pasa espero a mis asesinos.
Hemos bajado a la playa. La mañana, desmintiendo a enero, es helada. De pronto, pálida, aterida y al borde de la histeria, llega Geralda, la mujer de Kutschmann: “Dígales a los asesinos que vengan con dos balas: una para él y otra para mí”.
–Kutschmann, ¿cómo vive hoy?
–Perdí mi empleo. La empresa, al saber que era Kutschmann, me despidió. Pero cobré la indemnización y vendí algunas propiedades. Vivo de ese dinero. Cuando se acabe, no sé qué será de mí.
–¿No puede trabajar?
–Gracias a ustedes, los periodistas, y a las historias que publicaron, ninguna empresa quiere tomarme. Ustedes me destruyeron, y destruyeron a mis hijos. ¡A tres familias!
–Usted dice que todo es mentira. ¿Es mentira que hizo fusilar a 20 profesores judíos y sus familias?
–Aquello era una guerra.
–A mi manera y en mi oficio, yo también soy un soldado. Por eso estoy aquí.
–Insisto: aquello era una guerra. Lo suyo es muy diferente.
–Hasta en la guerra hay leyes. ¿O cree que la guerra lo justifica todo?
–No. Pero en la guerra hay maneras y maneras de cumplir las órdenes. Uno puede ensañarse, o no. Yo no me ensañé. Usted me comparó con Bormann, con Mengele, pero yo no tuve nada que ver con las cámaras de gas ni con las matanzas de judíos.
–Hace tres años, en Bolivia, Klaus Altmann me dijo lo mismo. Parece que todos los criminales nazis son inocentes.
–Yo no tengo nada que ver con Altmann.
–Sin embargo, al terminar la guerra, usted fue ayudado por Odessa. Dinero, pasaporte falso…
–¡Odessa! ¿Qué es Odessa? Un libro, una película, nada más. Déjese de fantasías…
–Acepte el reportaje, y esfume mis fantasías…
–Antes de marzo no puedo hablar. Si en marzo todavía estoy vivo…
–¿Tan seguro está de que lo matarán?
–En la Argentina hay sesenta mil hombres armados dispuestos a matarme.
La mujer de Kutschmann, menuda, de modales suaves que no alcanzan a borrar su tensión ni sus lágrimas, dice: “Todo esto es un juego de Wiesenthal a raíz del Tratado de Helsinki”. La interrogo acerca de esas palabras, pero él la hace callar con cortantes palabras en alemán. Salimos de la playa y caminamos hacia la vereda del sol, porque la mujer tiene mucho frío.
–Kutschmann, insisto, no lo busqué por cielo y tierra para nada. Hable, defiéndase. Lo que diga será respetado: tiene mi palabra.
–No puedo. Mientras tanto, usted publicará mis señas, las fotos de mi casa y de mi auto, todo. Me entregará a mis asesinos.
–No quiero que lo maten.
–Pero tiene orgullo profesional. Ningún reportero se guarda una gran noticia.
–Hagamos un trato. Usted no tiene causas pendientes con la Justicia argentina. Si no revelo donde lo hallé, no hay delito. Hable, y no publico su paradero.
–No puedo. Espere hasta marzo.
–Usted cierra todos los caminos.
–Toda la prensa es igual. Sirve a los mismos intereses. Sirve a Wiesenthal.
–Wiesenthal habla, usted no, ésa es la diferencia. Además, puede hacerle juicio a la prensa. Es su derecho.
–No tengo tanta plata. Soy un hombre indefenso.
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Representa los 61 años que tiene. Cambió mucho respecto de la fotografía que lanzó Wiesenthal el 27 de junio. Su pelo es blanco, lo mismo que su ancho bigote. Los grandes anteojos esfuman su cara. Viste una camisa marrón y amarilla a cuadros, un pantalón gris y zapatillas deportivas. Fuma negros suaves que prende con un encendedor plateado. Su mujer sigue temblando de frío.
JAQUE MATE. En 1904, Leopoldo Lugones escribió: “Los odios históricos, como la ojeriza contra Dios, son una insensatez que combate contra el infinito o contra la nada”. En ese infinito o en esa nada creyó Walter Kutschmann cuando se refugió en la Argentina de 1947 y en una Buenos Aires despreocupada que amaba u odiaba a Gatica, aprendía a bailar el boogie-boogie y sabía que la Vuelta de Olavarría sería, otra vez, de Juan o de Oscar Gálvez. Pero en Viena, Simón Wiesenthal confiaba en el tiempo. Pasaron treinta años. Walter Kutschmann era, para todos, Pedro Ricardo Olmo, ejecutivo menor de una empresa. Se había refugiado en una rutina, en un paisaje, en algunas certezas, y creyó que eso bastaba para borrar los días de sangre y fuego: el mito de los nazis que se creyeron dioses. Encontró, es posible, el infinito o la nada. Pero Wiesenthal interrumpió su largo ajedrez. Y un día, alguien (yo) le gritó su verdadero nombre . Entonces supo que el tiempo era un engaño. Que en realidad, el alba de ese día de 1941 en las colinas de Wulencka había sido apenas ayer.
EPILOGO. A pesar de la nota en GENTE, de las inequívocas fotos y de la repercusión del reportaje, nada ni nadie alteró la paz de Kutschmann. Recién el catorce de noviembre de 1985, diez años después de gritarle “¡Kutschmann!” y publicar su paradero, fue detenido en Florida, provincia de Buenos Aires, por agentes de Interpol. Empezó entonces una larga danza de tecnicismos y chicanas legales para lograr su extradición, o para impedirla. Pero la muerte cerró el capítulo: su corazón claudicó el 30 de agosto de 1986 en el hospital Fernández.